Sobrecito de azúcar

Era un bar de paso como tantos otros; esos que parecen todos iguales, fotocopiados y distribuidos estratégicamente a lo largo y a lo ancho de todas las ciudades de todas las provincias del país. Era un día como cualquiera, de esos en los que no hace calor pero tampoco hace frío, en los que podés salir con buzo pero también en remera. Era una ciudad del montón, de esas en las que hay bullicio a la mañana, se calman (pero no mucho) al mediodía y vuelven a explotar a la tarde. Entré al bar, sola, y me senté en una mesa alejada que daba a la ventana. “Un café negro, cargado, por favor”, le dije al mozo casi sin mirarlo, de manera rutinaria. Por costumbre, intentaba reducir al mínimo cualquier tipo de interacción.

Miré un largo rato por la ventana, con expresión vacía. Disfrutaba (aún lo hago) de ver a la gente pasar e imaginar cuáles serían sus problemas. Lo que pasa es que me gusta arreglarle la vida a los demás. Pero no pretendo admiración, porque lo mío no es solidaridad; quizás sea un pasatiempo para esquivar el hecho de tener de arreglar mi propia vida.

El mozo apoyó con cuidado la taza sobre la mesa y le sonreí por inercia. Creo que todo lo que hago en este último tiempo son acciones mecánicas. Estoy tratando de dar por sentado el hecho de vivir para no tener que lidiar con él.

Contemplé mi café un buen rato. Vi como el humo, casi imperceptible, bailaba y dibujaba arabescos en el aire hasta desaparecer. El marrón oscuro casi negro contrastaba con la típica taza blanca de bar de Buenos Aires. Me gustaría saber cuántos cafés negros pasaron por esa taza. Me gustaría saber si esos cafés eran tan negros como el mío. Y quisiera saber si las personas que pidieron esos cafés tendrían algún problema. Porque me gustaría poder solucionárselos.

No sé cuándo ni cómo consideré que el café ya estaba en condiciones de ser tomado sin que me queme la lengua. Suelo dejar reposar el café durante un tiempo prudencial porque siempre tuve un paladar sensible a las temperaturas altas. Pero, como dije antes, vivo por inercia, actúo de forma mecánica. No hago que las cosas pasen; las cosas me pasan.

Estaba por tomar un sorbo cuando irrumpiste en mi campo de visión, sentándote en mi mesa, justo frente a mí. Fue tan repentino que mi máquina corporal tardó unos segundos en comprender la situación y revertir mis movimientos para así dejar la taza exactamente en el mismo lugar en el que el mozo la había dejado, sin haber probado mi café negro cargado aún. Me sonreíste. Por inercia, yo también te sonreí. Te movías tan suelta, tan libre, tan dueña de tus movimientos que te envidié. Vos seguro pedías café con leche, y lo tomabas bien dulce.

Te pregunté por tus problemas. No es que no tuviera un genuino interés, pero inconscientemente la razón principal por la que me interesaba era para poder así cubrir los míos; no porque me regodeara de que tus problemas fueran mayores, o más trágicos, o envidiara que fueran pequeños y no les dieras importancia, sino porque desesperadamente necesitaba ahogar los míos, que no paraban de tirar de mí hacia abajo, para que también a mí me tape el agua. Quise hablar al respecto para así ayudarte a encontrarles una solución. “La vida es un tanto amarga, pero en el fondo todos somos diabéticos”, te dije. Pero simplemente te reíste. “Una de cal y una de arena. Y un sobrecito de azúcar”, respondiste divertida e hiciste un ademán con la mano, dándole poca importancia.

De pronto te pusiste seria. Más que de costumbre. Y mientras tomabas un sobrecito de azúcar y comenzabas a sacudirlo, me miraste fijo a los ojos. “¿Vos cómo estás?”.

La máquina inerte en la que me había convertido se trabó al instante. Repentinamente olvidé lo que se suponía que tenía que hacer y decir. Era como si hubiera tenido un cortocircuito. Y vos lo notaste. Lo notaste, así que abriste el sobrecito de azúcar que estabas sacudiendo en tu mano izquierda y lo vertiste en mi café, sin dudar y sin preguntas, para luego agarrar fuerte mi mano, y apretando un tanto impotente los labios, sonreír.

Así, como por arte de magia, la máquina se detuvo; por primera vez en meses, fui dueña de mis movimientos y mis acciones. Fui libre. Fui yo. Y mientras dejaba que aprietes mi mano, por primera vez en mucho tiempo, también me dejé llorar.

 

 

Ojalá en tu peor momento encuentres una persona sobrecito de azúcar. Una persona que te escuche y a la que puedas decirle que no estás bien. Alguien que comprenda por qué pedís el café negro como tu alma. Y que simplemente este dispuesta a endulzarlo.

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