Sola

No puedo parar de llorar. Todo me hace llorar. Tengo miedo. No sé muy bien de qué. Pero cierro los ojos y tengo de nuevo tres años.

Estoy en el jardín de infantes, en sala naranja, en los primeros días de adaptación. Todos están contentos, juegan. Yo no puedo parar de llorar. No entiendo cómo nadie se da cuenta de lo que está pasando. A mí no me alcanzan los rastis, ni los bloquecitos, ni las lapiceras de brillo con hojas blancas enormes para dibujar mariposas. Yo me doy cuenta. Me doy cuenta que mí mamá no está.

Estoy sola. No puedo parar de llorar.

Mi mamá me abraza cuando vuelve a buscarme. Llora conmigo. Y yo no puedo parar de llorar porque mi mamá llora. Y un poco porque tengo miedo que me deje de nuevo. Que me deje mientras todos juegan, y se ríen, y se preguntan entre ellos cómo se llaman y si quieren ser amigos. Yo a veces también juego y también me río. Pero de repente me acuerdo. Me acuerdo y no puedo parar de llorar.

Esto pasa durante un largo tiempo. Es más, durante meses. Todos dejan de llorar y yo no puedo. Pareciera que siempre tardo un poco más en dejar de sufrir. O será que siempre siento todo un poco más. Será que las cosas no me pasan, sino que me atraviesan. Será que primero desbordo, después avanzo.

Un día mamá me dice que no me va a dejar más. Que solo quiere que yo esté contenta. Que vaya a jugar solo si quiero hacerlo. Que hable con otros nenes sin que los ojos se me llenen de lágrimas. Mamá me dice que si vuelvo a llorar, no es necesario que vuelva nunca más.

Ese día miré adentro de la sala naranja y vi un montón de nenes vestidos de azul, con un cartelito de elefante naranja con sus nombres prendido del buzo. Vi a Nacho jugando con unos bloques, a Melany dibujando con cara de enojada, a Francisco, Martina y a Ramiro envolviendo a la seño en papel higiénico para jugar a la momia. Ese día miré a mamá y le dije que me iba a quedar. Y ese día fue el último día que lloré.

Abro los ojos. No puedo parar de llorar, pero ya no me importa. A esta altura aprendí que si no desbordo, no puedo seguir. Que el agua lava, limpia, se lleva y renueva. Abro los ojos y ya no estoy en el jardín ni en adaptación, pero un poco me siento como si lo estuviera. Llorando en los brazos de mamá, sintiéndome diminuta. Pero abro los ojos y presto atención. Y miro a Nacho, a Melany, a Francisco, a Ramiro y a Martina esperándome afuera. Y veo a Mercedes, a Tomás y a todos los que se fueron sumando en el camino. Veo una mesa larga llena de amigos y de vasos y de risas, todos esperándome con los ojos chinos de cerveza, todos listos para abrazarme en caso de que necesite llorar. Y ahí me doy cuenta de que estoy lista. De que ya tuve toda la adaptación que necesitaba. Y, sobre todo, de que no estoy sola. Nunca voy a estar sola.

Deja un comentario